VERDAD Y RECONCILIACIÓN EN SUDÁFRICA
(UN EJEMPLO PARA EL PERÚ)
Herbert Morote
© Fundación Herbert
Morote
Aquellos que no recuerdan el
pasado están condenados a repetirlo.
George Santayana
I
LA MEMORIA HISTÓRICA
Paseando por el lujoso centro
comercial de Sandton en Johannesburgo, Cromwell, nuestro guía negro, nos contó que
tenía 18 años cuando Mandela llegó a la presidencia en 1994 y suprimió el
apartheid. Sin embargo, él sólo se atrevió a visitar este lugar varios años más
tarde. “Los negros no nos atrevíamos a
venir, éramos como esos animales que luego de recibir descargas de las vallas eléctricas ya no intentan salir del
campo que el dueño les ha asignado”, dijo.
Durante apartheid, una minoría de
origen europeo que representaba el 11% de la población discriminó al resto de
los habitantes prohibiéndoles pisar vastas regiones, como playas, ciudades,
parques, que reservaron exclusivamente para ellos, salvo para los sirvientes
negros que necesitaban un permiso especial de la policía.
Hasta la fecha no se ve mucha
gente negra en Sandton porque para comprar en Gucci, Louis Vuitton o Cartier se
necesita un ingreso que la mayor parte de los negros todavía no ha alcanzado, o
quizá porque los tendidos eléctricos mentales no están totalmente retirados a
pesar de que las autoridades negras que gobiernan el país han colocado una
inmensa estatua de Mandela al centro de su gran plaza como para decir “vengan todos que la pesadilla del apartheid
ha terminado”.
Luego de visitar Sandton y ver sus
enormes mansiones en avenidas arboladas con gusto y mantenidas impecablemente como
las de Palm Beach en Florida, Cromwell nos llevó a Soweto, un suburbio de la
capital donde viven hacinados varios millones de negros que durante el
apartheid fueron expulsados de Johannesburgo a fin de que los blancos “se sintiesen seguros” y de que tuviesen
más espacio para expandir sus propiedades.
Nos detuvimos en la entrada norte
de Soweto. Dos anchas y enormes chimeneas dan la bienvenida. “Esta central eléctrica fue trasladada cuando
nos expulsaron aquí. Antes estaba en el centro de Johannesburgo pero como contaminaba
a los blancos la pusieron cerca de nosotros. Eso sí, no nos dieron
electricidad”, dijo Cromwell con un esbozo de sonrisa a la vez triste y
rabiosa que hacía innecesarios más comentarios.
A poco de entrar ya en Soweto el
coche se detuvo y Cromwell nos presentó a un negro pobremente vestido que nos
llevó a pie por los entresijos de su barriada sin duda una de las más pobres.
Las calles por supuesto no están asfaltadas, no tienen electricidad, el agua
potable sale de un grifo cada 100 metros. En los tiempos del apartheid los
negros ni siquiera podían tener tiendas de alimentación ni comercio, todo
estaba en manos de los blancos. “Ahora tenemos permisos para lo que sea pero nos
falta de todo, sobretodo trabajo”, se quejó sin amargura nuestro eventual guía, “yo hace 6 años que no encuentro empleo”. Desgraciadamente, esta
parte de Soweto no me es extraña, cada vez que voy a Lima visito barriadas que
son igualmente miserables salvo en dos cosas: que las barriadas limeñas crecen
más rápido que las sudafricanas y que nuestros habitantes no mantienen una cierta
alegría que a pesar de su miseria percibí en los sudafricanos.
Luego de regresar al amparo de
Cromwell visitamos algunas áreas menos pobres de Soweto donde había llegado la
luz y el agua. Nos detuvimos en la iglesia Regina Mundi, cuya Virgen Morena (The
Black Madonna) es muy venerada. Un diligente sacristán nos mostró las
perforaciones de las balas dejadas en las paredes de la iglesia por las fuerzas
del estado en unos de los asaltos que causaron numerosas víctimas. La paranoia
de los blancos deseaba intimidar las reuniones que los negros solían tener bajo
la protección de la iglesia católica. Durante las explicaciones del sacristán,
un inglés, que con su familia se unió a nosotros, murmuraba y movía disgustado su
cabeza hasta que en un momento con tono de indignación dijo que posiblemente
dentro de la policía que había disparado habría también negros. Más adelante,
al ver una galería de fotografías de las atrocidades cometidas, el inglés dejó
de murmurar mientras su hijo de unos 10 años le enseñaba algunas dolorosas
escenas y le preguntaba insistentemente, “¿porqué
los mataron, papá?” Al ver que el padre no respondía, le dije al niño, “los mataron porque eran negros”. “¿Solo por eso?”, preguntó la criatura. “Sí,
solo por el color de su piel”, le dije. Incrédulo, el niño desvió su mirada
en dirección a su padre como pidiendo confirmación. A regañadientes y sin entusiasmo el padre lo
confirmó, “es verdad, pero eran otros
tiempos”.
Luego visitamos el colegio secundario
donde en 1976 estalló el levantamiento de los estudiantes para protestar contra
la orden del gobierno que prohibía enseñar en lenguas nativas y obligaba a que
las clases se impartiesen en Afrikáans, idioma de origen holandés que todavía
hablan los descendientes de los boers que colonizaron el país. La rebelión de
Soweto tuvo una repercusión internacional tanto por la brutalidad con que fue
reprimida, como porque a partir de esa fecha la población negra sufrió peores
restricciones y mayor discriminación.
Lo que vimos las siguientes tres
semanas que estuvimos en Sudáfrica fue un constante recordatorio del apartheid
y de la esclavitud traída por los boers primero y luego por los ingleses. La
casa de Mandela en Soweto es ahora un destino turístico. Un museo de sitio está
a punto de inaugurarse cerca de esa casa. También han levantado un moderno
museo que lleva el nombre del mártir Hector Pieterson, un negrito de 12 años
que cayó junto a otros compañeros por las balas asesinas disparadas por la
policía en su afán de reprimir una manifestación estudiantil evidentemente
desarmada. Hector pasó a la historia gracias a la fotografía que un osado
periodista divulgó por todo el mundo; en ella se ve al niño sangrando por la
cabeza en brazos de un hombre joven que corre desesperado en busca de auxilio,
una chica totalmente consternada los acompaña. En este museo se pueden apreciar
videos de testimonios, fotografías de protestas, actos represivos de una
temible fuerza pública que con tanques y vehículos blindados se ensaña
persiguiendo a una población indefensa.
El museo Hector Pieterson es uno
de los tantos que hay en Sudáfrica para
recordar la etapa criminal de los opresores. Por ejemplo, el enorme Museo del
Apartheid en Johannesburgo tiene salas de documentación bibliográfica, videos,
fotografías y películas que junto a las armas y vehículos blindados usados por
la policía que dan al visitante una pálida idea, pero idea al fin, de la época
en que los negros sudafricanos fueros discriminados en su propio país y las
estrategias que usaron los blancos para mantenerlos en la ignorancia, como la imposibilidad
de acceder a la educación superior, o la prohibición a desplazarse de un lugar
a otro sin permiso. También hay cárceles antiguas convertidas en museos donde
uno puede ver las condiciones inhumanas donde retenían y torturaban a los
presos o a los esclavos. La lista de prestigiosos reos la encabezan Ghandi y
Mandela y otras figuras emblemáticas de la historia moderna de Sudáfrica. En
estos museos se pueden ver las vestimentas que tenían, los cubiertos que
usaban, los menús que comían, las cadenas y elementos de tortura. Junto a estos
museos no hay ciudad que no tenga avenidas, plazas, monumentos, cuyos nombres
mantienen viva la memoria histórica de la infame opresión.
II
NO HAY FUTURO SIN PERDÓN
La pregunta que uno se hace
visitando este enorme país que tiene modernas carreteras perfectamente
señalizadas, cuya actividad industrial es de primer orden, que exporta
automóviles, aviones, maquinaria industrial, cuyas universidades son
comparables a muchas de Europa, cuyos parques nacionales están mejores cuidados
que los de EEUU, en fin, que tiene muy poco de tercer mundo y mucho del
primero, es: ¿Cómo pueden haber logrado esta armonía racial sin actos de
venganza ni desmanes públicos? ¿Cómo fue posible retener a gran parte de esa
minoría blanca propietaria de poderosas empresas y poseedora de una exquisita
educación profesional y científica?
Es verdad que al comienzo de la “era
Mandela” miles de blancos huyeron temerosos de ser castigados por sus crímenes.
Otros emigraron porque perdieron sus abusivos privilegios. Algunos se fueron porque
no soportaban tener a un negro viviendo al lado de su casa. Muchos hicieron sus
maletas en busca de paz y mejores oportunidades. Sí, la emigración de blancos
principalmente a Australia y Canadá fue muy grande, pero no lo suficiente como
para que el país quedase paralizado. Es más, los blancos han comenzado a regresar
al ver que sus pesimistas pronósticos no se cumplieron, y también porque aman a
Sudáfrica, sienten que es su patria, el
país donde nacieron, se criaron y donde viven sus amigos y parientes.
La respuesta a esta, llamemos,
concordia, no es difícil de encontrar. Se nota por todas partes. Los negros han
tomado el control del país sin emplear ninguna acción injusta, la vendetta
racial que muchos blancos temían nunca ocurrió. Las instituciones del Estado
como el Poder Judicial, la policía, el ejército, funcionan para garantizar el
progreso de todos. Blancos y negros tienen ahora los mismos derechos y obligaciones.
Sin lugar a dudas esta
reconciliación nacional se debe a la labor de liderazgo ejercida por dos
gigantes de la historia contemporánea, Nelson Mandela y Desmomd Tutu, ambos laureados
en diferentes años con el Premio Nóbel de la Paz como reconocimiento a su lucha contra el
apartheid y en favor de los derechos humanos. Una de las primeras cosas que
hizo Mandela al ser elegido el primer presidente sudafricano negro, luego de
haber estado preso durante 28 años, fue crear una Comisión de la Verdad y
Reconciliación cuya dirección encomendó al obispo anglicano Desmond Tutu. El
trabajo de la CVR se dividió en tres partes: Comité sobre las Violaciones de
los Derechos Humanos, Comité de Reparaciones y Rehabilitación, y Comité de Amnistía. A pesar del necesario
formalismo estos comités no actuaron como un tribunal de justicia, sino que
durante sus investigaciones y audiencias públicas transmitidas por la televisión
y seguidas con interés por los sudafricanos, mantuvo en todo momento un talante
reconciliador usando con tacto y sabiduría el poder que se les otorgó para amnistiar
a los sujetos que cometieron injusticias y crímenes.
Todo el país vio y sintió el
proceso de sacar a la luz las injusticias cometidas durante tanto tiempo. Como
explica muy bien el obispo Tutu en su libro No
hay futuro sin perdón, luego de muchas horas de debate y negociación con
los representantes blancos que controlaban la economía, las fuerzas armadas, y
el Poder Judicial, se decidió que la CVR no actuase como un tribunal de justicia
tipo Nuremberg porque eso causaría un resentimiento terrible entre los familiares
y amigos de los acusados. Argüían que el juicio de Nuremberg solo fue posible
llevarlo a cabo porque el tribunal estaba formado por extranjeros que no se
quedarían a vivir en el país.
Por otro lado el nuevo gobierno
no permitió que se aprobase una amnistía general, al igual a lo sucedido en
varios países de América Latina para sujetos que todavía no habían sido llevados
a tribunales. No, no se quiso amnistiar a los que no habían declarado sus
crímenes porque por encima de todo se buscaba saber la verdad de los hechos. La
reconciliación vendría después. Sabia decisión: no puede haber reconciliación ni
amnistía si los responsables no declaran la verdad de lo acontecido.
El resultado de la CVR fue que
849 personas fueron amnistiadas luego que confesaran sus crímenes. Lo curioso
fue que no se les exigía que se arrepintiesen para amnistiarlos, sólo que digan
la verdad, eso era suficiente porque para la reconciliarse no se buscaba ni la
humillación ni la venganza, solo la verdad.
El caso del cruel ex
presidente P. W. Botha causó gran
polémica ya que el temible “viejo
cocodrilo” se negó a presentarse a la CVR diciendo que era “un circo”. Sin
embargo, la comisión se apiadó de él y dejó en suspenso su sentencia debido a
la apoplejía que padecía y a su avanzada edad, había nacido en 1916.
Hubo un factor característico de
los sudafricanos que hizo posible esta reconciliación y es lo que ellos llaman ubunto. El obispo Tutu lo explica así:
“ (…) ubunto es difícil de entender en idiomas occidentales. La palabra
significa la verdadera esencia del ser humano. Cuando uno quiere elogiar a
alguien decimos Yu, u nobuntu. Oye,
ese tiene ubunto, eso quiere decir
que es hospitalario, amigable, cariñoso, compasivo. Uno comparte lo que tiene.
Es como decir: “Mi humanidad está cogida
y unida de forma inextricable a la tuya”. Nosotros decimos: “una persona es una persona gracias a otras
personas”. Nosotros no decimos: “pienso
luego existo”, sino: “yo existo porque
pertenezco, porque comparto, porque participo”. Una persona con ubunto es abierta y disponible a otros. Está segura porque no se siente amenazada por otros
que tengan más talento o cualidades, ya que al estar seguro de sí mismo sabe
que pertenece a algo grande que sólo puede disminuir cuando son humillados o
disminuidos cuando son torturados u oprimidos, o tratados como si fueran menos
de lo que son.
Fuertes reparaciones económicas
fueron acordadas a las víctimas a pesar de las difíciles condiciones económicas
por las que atravesaba el país. Obviamente fue imposible resarcir todas las pérdidas materiales y
sobretodo morales que sufrió la población negra. Sin embargo, lo que más
importaba a las víctimas no era que les pagasen sino que reconociesen los
crímenes, abusos y humillaciones cometidos contra ellos.
Los mensajes que la población ha
recibido de la venerada, respetada y asentida CVR de Sudáfrica son básicamente
tres:
1-
“La
verdad es el camino a la reconciliación”.
2-
“Se
perdona pero no se olvida”.
3-
“No hay
futuro sin perdón”
Claro que para reconciliarse y
perdonar, el ofensor primero tiene que decir la verdad, y eso se logró en Sudáfrica.
III
EL
CASO OPUESTO DEL PERÚ
Es imposible no comparar lo
sucedido en Sudáfrica con la situación del Perú. Nuestra CVR ha sido hipócritamente vilipendiada,
insidiosamente desacreditada e insultada, y hasta sus miembros vejados
físicamente. Esta repugnante campaña para que sus recomendaciones caigan en
saco roto ha sido fomentada desde los partidos políticos que estuvieron en el
gobierno durante aquellos lamentables años y por instituciones que permitieron
o encubrieron el genocidio de 70,000 peruanos, entre ellas destaca la jerarquía
de la Iglesia Católica, encabezada por el tristemente célebre cardenal Juan
Luis Cipriani, que se mofa de los Derechos Humanos, y que es la cara opuesta en
todo sentido al obispo anglicano Desmond Tutu. Hay también muchos ingenuos o
ignorantes que creen que atacando a la CVR defienden el honor de las Fuerzas
Armadas y policiales, sin darse cuenta de que la mejor manera de defender una
institución es con la verdad porque ese es el único camino hacia la reconciliación,
como dice el obispo Tutu.
Por otro lado nuestros medios de
comunicación, posiblemente interpretando la desidia y frivolidad de la sociedad,
no han dado suficiente cobertura al sufrimiento de las víctimas del genocidio
ayacuchano, a la tragedia de sus huérfanos, al dolor de sus padres, viudas,
hermanos. Tampoco se han hecho eco al pavor con que viven las 40 mil mujeres
violadas, al trauma físico y psíquico dejado en tantas personas torturadas
durante los 20 años de terror senderista y estatal. Y no se hable de los
cientos de miles, quizá hasta un millón de Ayacuchanos, que dejaron sus tierras
y huyeron de la violencia para vivir miserablemente en las barriadas de
Huancayo o Lima donde se estrellan y sucumben los valores y la cultura andina que
a mucha honra tenían.
La tragedia del pueblo ayacuchano
no ha calado en la mente de los peruanos. No hay museos que mantengan la
memoria de lo ocurrido. Ni aniversarios oficiales, ni plazas ni monumentos, ni
calles o avenidas, y las pocas placas que se han puesto no han sobrevivido los
ataques de gente pagada quién sabe por quién. Hasta el intento que se hizo en
Lima de poner en un lugar semioculto del Campo de Marte un humilde pedazo de piedra titulado -El ojo que llora- en recuerdo
de las víctimas, ha sido repetidamente violado con pintura roja y huevos podridos.
Eso sí, sabemos mucho más sobre
las víctimas civiles de Irán, Afganistán, la guerra de Bosnia o el genocidio de
Ruanda que sobre el dolor de nuestros compatriotas. Nos inundan a cada momento
con lo que sucede en Israel y Palestina, y no nos dicen nada sobre la terrible
situación en que se encuentran los familiares de tantos conciudadanos muertos y
desaparecidos que viven a solo media hora de vuelo de Lima.
Los medios informativos nos mantuvieron más
enterados de lo sucedido durante el proceso legal contra Pinochet por la muerte
de 3,000 chilenos, o de las actividades reivindicativas de las Madres de Mayo,
que luchan por esclarecer las muertes de 20,000 argentinos, que de lo ocurrido con
70,000 peruanos muertos o desaparecidos. No es que no debiéramos estar informados
sobre las tragedias similares que ocurren en otros países. No, al contrario,
esos crímenes deberían habernos hecho más sensibles a nuestra tragedia, sin
embargo ha sido al revés, nos hemos contentado con ver la paja en ojo ajeno y
no la viga en el nuestro.
El intento de la CVR por revelar
lo sucedido y proponer planes para la reconciliación nacional ha fracasado, no
ha llegado al público ni ha presionado a las autoridades. Con sibilina actitud la
mayor parte de los medios de comunicación ha dado más cobertura a las injustas
críticas lanzadas contra el informe final de la CVR que al informe mismo. Ni
uno solo ha ofrecido sus páginas de forma relevante y persistente a los prestigiosos
miembros de la CVR a pesar de que en ella participaron miembros de la Iglesia,
de las Fuerzas Armadas, juristas, sociólogos, catedráticos. Su presidente, el
filósofo Salomón Lerner Febres, posee una estatura moral e intelectual
incontestable, fue Rector de la Pontificia Universidad Católica del Perú, y su
imparcialidad política está fuera de toda sospecha.
Si es verdad que la gran mayoría
de líderes de Sendero Luminoso están tras las rejas, lejos estamos de haber
conseguido llevar a los tribunales a los responsables de los crímenes cometidos
por las fuerzas del Estado. Sin este necesario ajuste de cuentas no puede haber
reconciliación porque para ello no solo
hay que saber la verdad, sino que hay que arrepentirse por los crímenes cometidos,
y en nuestro país nadie se arrepiente
de nada, ni los que están cumpliendo condena en la cárcel ni los que todavía
gozan de una inmerecida libertad. ¿Alguien ha escuchado alguna vez a Abimael
Guzmán, líder de Sendero Luminoso, pedir perdón por los horrorosos crímenes
cometidos? ¿Acaso sus secuaces terroristas han mostrado arrepentimiento?
¿Alguna vez se ha escuchado al cardenal Cipriani pedir perdón por ser cómplice del
silencio mientras fue obispo de Ayacucho? ¿Hemos escuchado alguna vez algún
miembro de la Fuerzas Armadas o de la Policía arrepentirse por la criminal
represión que hicieron al aterrorizar a los ya aterrorizados pobladores por causa
de Sendero Luminoso? ¿Se arrepintió alguna vez Belaúnde por su indolencia al
controlar a las Fuerzas Armadas? ¿Ha pedido perdón Alan García por el
encubrimiento y complicidad en los asesinatos masivos en cárceles o en las
múltiples ejecuciones de inocentes campesinos? ¿Alguien ha visto algún gesto de
arrepentimiento en la cara arrogante de Fujimori por los miles de ayacuchanos y
limeños asesinados por miembros de su gobierno? ¿Es posible que los jueces y
fiscales hayan cerrado sus ojos ante tanto crimen y hasta ahora no hayan
abierto la boca? ¿Se ha escuchado alguna vez a algún ministro de Defensa o del
Interior o algún jefe del Ejército o de la Policía pedir perdón por los crímenes
de sus subordinados? ¿Se ha llevado acabo alguna investigación seria para
castigar a los que deshonraron el uniforme llevado con tanto honor por nuestros
héroes militares?
Nadie ha pedido perdón por los
muertos. Nadie se siente responsable por los miles de huérfanos abandonados a
su miserable suerte. Nadie paga su condena por las mujeres violadas, ni por
otros tantos miles de peruanos y peruanas torturados cuya pesadilla no puede
ser borrada de su mente. Todos se desentienden por el millón de ayacuchanos
desplazados de sus tierras.
No, aquí en el Perú nadie se
arrepiente ni pide perdón de nada. Creen que los Derechos Humanos son una
cojudez, como proclamó Cipriani. O creen
que cerrando los ojos y dando la espalda a las víctimas éstas curarán sus heridas.
Después de tantos años las miserables reparaciones dadas hasta la fecha a las
víctimas son tan escasas que en vez de ayudar insultan.
Pues para esa gran mayoría de
peruanos que viven a espaldas de las víctimas del terrorismo y para las
autoridades que no hacen nada les tengo malas noticias. Los ayacuchanos, como
cualquier pueblo que ha sido humillado, no olvidan ni perdonan el atropello.
Piense en algún familiar suyo que haya muerto
en las circunstancias que sean, ¿ha podido usted olvidarlo? ¿Verdad que
no? Pues igual o más es el dolor de miles de ayacuchanos que han visto desaparecer
sus seres queridos a causa de los senderistas o de las fuerzas del Estado. El
dolor de perder un familiar o de haber
sido uno víctima de tortura, no pasa página, se queda, y en vez de desaparecer
crece con el tiempo de generación en generación. La memoria histórica del
genocidio ocurrido en el Perú no se borrará. Al dolor imperecedero de las
víctimas se han unido solidariamente varios intelectuales, ONG, cineastas,
escritores, asociaciones civiles y
personas sensibles que mantienen y mantendrán encendida la llama de la
reivindicación hasta conseguir que los responsables asuman su culpas y pidan
perdón, y los criminales, todos, sean juzgados, no importa si son militares,
civiles o eclesiásticos. Solo entonces habrá reconciliación en el Perú, mientras
tanto seguiremos divididos arriesgando que el genocidio se vuelva a repetir, o
que políticos aventureros aprovechen el dolor ajeno para intentar encaramarse
en el gobierno causando más odio y rencor.
HM. 25 de marzo de 2009