No pueden darse condiciones más favorables para reconciliar al Estado con una sociedad afectada por el genocidio como las que ofrece la serranía del Perú, y en especial Ayacucho, escenario principal de las desgracias ocurridas durante 1980 y 2000.
En 1879, cuando la libertad del Perú volvió a estar en peligro, fue el Mariscal Andrés Avelino Cáceres quien se refugió en su tierra, Ayacucho, para rearmarse de soldados, moral y fe antes de lanzar una contraofensiva que acabó con la invasión chilena. El Mariscal Cáceres, ayacuchano de pura cepa, tenía el orgullo de ser descendiente de la princesa incaica Catalina Wanka y también de ser quechua hablante, guitarrista y buen cantor, además de galante, ameno y cariñoso. Cáceres no fue solamente un militar valiente y osado, también logró destacar en el campo político, habiendo sido elegido dos veces presidente del Perú.
Estas historias y muchas más han hecho que los ayacuchanos albergaran una inusitada lealtad al país a pesar del enorme abandono con el que fueron pagados. Olvidados por el Estado, unos fueron explotados por los señores “mistis” y otros malvivieron en sus comunidades indígenas, pero a pesar de ello todos se sentían orgullosos de ser peruanos y por eso se presentaban como voluntarios para servir en el Ejército y en la entonces Guardia Civil. Esto lo sé bien, mi padre, tres de sus hermanos, y muchos de sus primos, los Sierralta Morote, ingresaron a las escuelas militares ocupando algunos los más altos rangos de la jerarquía militar. He sido testigo el amor que tenía mi familia paterna por el quechua, idioma que practicaban con orgullo y alegría en cada oportunidad que tenían. Y también del respeto y cariño con el que trataban a sus paisanos, en especial a los ayacuchanos menos favorecidos, aquellos que llegaban a Lima a trabajar en tareas humildes.
Todos los ayacuchanos, no importando el color de su piel, se sienten hermanos, solidarios con los desfavorecidos. Y ahora hermanados en el dolor de haber visto que los monstruos terroristas y algunos miembros de las fuerzas del Estado asesinaron, torturaron, violaron, y forzaron a emigrar a miles de sus paisanos.
Carácter del ayacuchano
El ayacuchano es por naturaleza conservador. Le gusta más el orden social que el progreso material. A pesar de la desidia estatal sus centenarias comunidades indígenas han sobrevivido gracias a la obediencia a sus líderes, a sus costumbres, al orgullo que tienen de sentirse independientes. Ser ayacuchano es una manera de entender la vida. La naturaleza son ellos, y ellos naturaleza. Los cerros, rios, cosechas, animales, y ellos mismos son un todo.
Esta comprensión de su destino les permite también entender que se necesita una autoridad para el cuidado del orden de su provincia, jueces para dirimir problemas de tierras, una iglesia que los encamine a Dios. Esta manera de pensar y ser se manifiesta en su amor al quechua, a su música, en especial a la guitarra, y a su comida.
Pobres pero orgullosos, alegres y solidarios, cariño a su familia y a su entorno, son algunas cualidades del ayacuchano.
La pesadilla.
En este ambiente de cierta resignación y alegría con su suerte, pero sin rencor contra nadie, los ayacuchanos vivimos varios siglos. De pronto aparecieron unos jóvenes armados que no conocíamos y que sin respetar la opinión de nuestros mayores, nos incitaron a levantarnos contra el Estado, no aceptamos y mataron a nuestras autoridades y a muchos de nuestros paisanos. Después vinieron las fuerzas del Estado que enviaron de Lima, no hablaban nuestra lengua, algunos decían que eran marinos, nos trataron mal, creían que todos éramos terroristas, se llevaron a nuestra gente y los asesinaron. ¿Dónde quedó el orden? ¿Dónde la justicia? ¿Por qué no comprenden lo que digo? ¿Por qué me veo forzado a dejar mis tierras y emigrar a una miserable barriada de Lima? ¿Por qué la iglesia católica no escucha mis quejas?
Centenas de miles de ayacuchanos siguen haciendo estas preguntas y nadie les da una respuesta.
Situación actual
Los terroristas que iniciaron el genocidio están presos. Los militares responsables de lo mismo siguen libres. El Estado no hace nada. Nadie nos escucha, parece que quieren hacernos creer que aquí no pasó nada, que las Fuerzas del Estado no asesinaron a nadie, ni torturaron, ni violaron. ¿Dónde estoy? ¿Quién soy? ¿Dónde está mi cerro, dónde mi esposo, dónde mis hijos? No puedo respetar a una autoridad que no solo no escucha sino que oculta y protege a mis ofensores. Y que fácil sería que el Estado reconociese su culpa y pidiese perdón.
...
Seguiremos hablando sobre las bases para una reconciliación verdadera y perdurable.
HM
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